Tennis Court


Yo había llorado por muchas cosas. Lloré una noche de navidad porque mi mamá se tenía que ir a trabajar, lloré un día que mi papá durante un juego me mordió duro, lloré por la muerte de alguien que quería mucho, lloré en silencio, lloré hasta quedarme dormida, lloré varias veces por capricho y muchas más por dolor en el corazón. Pensé que ya había llorado por todo lo que se podía llorar, hasta que un 24 de mayo me subí a un avión que iba para Pensacola. Allí, sentada en una silla que daba a la ventana, viendo un manto negro con luces intermitentes y sintiéndome muy muy lejos de mi casa, lloré de miedo por primera vez.

Llegué a las 10:30 a un lugar desconocido para vivir con seis mujeres de cinco países diferentes y que, por casualidad, terminaron conmigo en una ciudad que se extendía a lo largo de la playa. Era la segunda en llegar al 417 del Grand Caribbean, ganando instantáneamente el derecho a elegir la mejor cama de toda Alabama, la que estaba pegada a la puerta del balcón que enmarcaba la avenida solitaria, la arena brillante y un mar que parecía una línea dibujada sobre el infinito.

Fue por eso que, cuando Alena llegó con la firme intención de quitarme el espacio que yo ya me había ganado, reaccioné inmediatamente poniendo una barrera entre nosotras. Entonces me irritaba cada vez que escuchaba su voz, al encontrármela en la cocina cocinando en camiseta y cucos rosados, o cuando se reía y dejaba ver el corazoncito de oro que tenía en uno sus dientes. Yo no la quería y ella lo sabía, ella no me soportaba y a mí no me importaba para nada.

Parecía que nada iba a cambiar hasta el día que, limpiando un cuarto que había sido el escenario de celebración de una pareja recién casada, me encontré un porro que alguien apenas había encendido. Habían pasado casi tres semanas desde mi llegada, mi cuerpo y mi alma parecían las migajas que uno sacude violentamente de la mesa después de comer. Esa noche salí a la playa y Alena estaba allí. Acerqué el faso a mi boca, lo encendí, tomé una bocanada y le pregunté a ella si quería. Dijo que sí.

Ahí empezó nuestro ritual. Noches sintiendo la brisa y hablando de la vida, fumando un poco y riendo mucho. En nuestra democracia, la elección de la música era mutua. Un día después de trabajar, nos sentamos en el balcón y ella puso una canción que describía a la perfección el verano del 14, un verano en el que terminé riendo aunque estuviera llena de miedo.

Comentarios

Entradas populares